Han cerrado todas las mezquitas del mundo por miedo a la infestación coronavírica fantasma, pero eso no tiene la menor importancia. La mezquita del creyente es su corazón, y allí donde se encuentre solamente necesita un metro cuadrado para llevar la frente al suelo en señal de reconocimiento de las imperecederas luces de Allah, omnipenetrantes y omniabarcadoras, que más allá de toda contingencia se abren paso para anidar en la consciencia del hombre. El creyente –el mumin–, desconoce lo que es el miedo a la muerte y a la vida, y siempre está satisfecho con el decreto pergeñador de la trama de la existencia.
Los maestros dicen: “cuanto peor… mejor”, pues en la dificultad es donde se templan los corazones y se afianzan las luces de la visión del Uno-Único, que desveladas siempre relucen con independencia de causas y condiciones. Cuanto mayor es la dificultad, mayor es la luz que Allah hace descender sobre sus siervos para poder mantenerse noble y orgullosamente erguidos, aún en medio de la más oscura de las tinieblas. ¿Pueden los ateos decir lo mismo?
Nosotros estamos exultantemente felices de sabernos en el camino recto, y nada nos atemoriza; ni la muerte, ni sus virus, ni sus maquinaciones genocidas. Estamos presenciando las últimas acometidas de la bestia, antes de la consumación del tiempo, y estamos contentos y firmemente establecidos en esta sagrada lucha por el advenimiento, de nuevo, de la verdad, del amor, de la justicia, de la belleza y de la sabiduría, aunque sea una batalla perdida. ¡Allahu Akbar!